Había transcurrido un mes desde que me intervinieron en el hospital de La Paz para colocarme el neuroestimulador occipital. Desde entonces la bestia no hacía acto de presencia, algo insólito en los últimos seis años. El letargo de este animal despiadado no lo achacaba a la colocación en mi cuerpo del «aparato», más bien a la ocupación que había tenido mi cerebro en centrarse en las molestias y dolores que me ocasionaban las heridas y, sobre todo, en esa sensación que producían los ocho electrodos en mi cabeza, los cuales me tenían todo el día pendiente de ellos y de sus……»hormigueos».
A los quince días de que me convirtieran en biónico, visitaba por primera y única vez al neurocirujano que se encargó de la «conversión», observó las heridas y decidió quitar alguna de las grapas que habían terminado su función de cierre.
De las grapas encima del glúteo, donde se esconde la pila, ninguna se pudo retirar hasta más adelante, encargándose ya de todo ello en mi Centro de Salud. Se había producido un gran hematoma en esa zona que me provocaba un dolor constante y debió ser pinchado para expulsar la sangre al exterior.
Con la espalda limpia de acero quirúrgico, el cual ya me estaba dado reacción dejándome la piel enrojecida y con sarpullido en toda zona donde hubiese grapas, (demasiado fino nació uno). Estaba casi preparado para afrontar esta nueva experiencia de mitad hombre mitad maquina, faltaba no volverme loco con el movimiento que se desarrollaba veinticuatro horas en mi «pelota», había que empezar a controlarlo sin agobiarse, había que aprender a soportarlo.
Viéndonos nadie sabe si somos enfermos o no, nuestro aspecto no lo delata, cualquiera podría ser un CR y pasar inadvertido en la sociedad. Ahora voy un poco marcado, parece que la bestia ha salido del interior de mi cabeza manifestándose implacable ante mi, atacándome por la espalda como una cobarde, como si tuviera una deuda pendiente que cobrar, clavando sus garras en mi espalda dejando allí sus marcas para que nunca me olvide de ella.
Estábamos en época estival y decidimos pasar unos días en Castellón en casa de mi hermana, mucha protección solar en las cicatrices y a disfrutar de la playa. Llevábamos casi dos meses con cables en el cuerpo y el letargo de la bestia fue efímero, seguía tan activa como los volcanes en Chile. Pensaba que la playa y el cambio de presión beneficiaría a mis Cefaleas en Racimo, pero nada más lejos de la realidad. Parece que todo seguía igual.
Me quito la camiseta para mostrar mi torso desnudo ante el dios Ra, mi cadena de plata con la Cruz de Caravaca luce resplandeciente. Cojo aire profundamente y me dispongo a caminar hacia la orilla donde me esperan Marta y la niña. Voy erguido, andando despacio pero con paso firme a pesar del calor que desprende la arena, me siento observado. Son muchas las miradas que se dirigen a mi, lo entiendo, hace veinticinco años hacía mucho deporte, se debe seguir plasmando en mi cuerpo las secuelas del ejercicio. Me siento halagado, me crezco, me estiro.
Llego sonriente a la orilla donde me están esperando.
«La gente no se corta en mirar», me comenta Marta. ¿Siiiii?, pues no me había dado cuenta. «Es que se te notan mogollón las cicatrices». Vaya era por eso.
Muchísima salud